sábado, 2 de agosto de 2014

Franco Vaccarini, entrevista

Eligió el nombre con el cual definir su identidad, fue alumno en taller literario de Pepe Murillo y Hebe Uhart; a los 18 años entrevistó a Borges y atendió el teléfono de su casa, nos habla de sus libros, de los libros que leyó, de su proyecto editorial cmo director de una colección, de poesía y narrativa, de su Lincoln natal, de sus recuerdos de entonces, de colegas con los que comparte su trabajo, su pasión, nos habla de como pasó de querer escribir como los grandes escritores ante lo cual le salían "cositas sin alma", a finalmente hallar su propia voz, en la madurez de sus obras, como "Algo que domina el mundo", "La isla de las mil vidas", “Nunca estuve en la guerra” “El cuaderno blanco de papá” y otras, también nos habla por supuesto de su experiencia habiendo ganado el premio "El barco de vapor" con su novela "La noche del meteorito", de todo ello nos habla el escritor Franco Vaccarini, con una entrega desmesurada y una simpleza así de infinita... ¡Gracias Franco Vaccarini!...  Compartimos la entrevista:




¿Cómo, cuándo y por qué elegiste llamarte “Franco”?

Mis dos nombres legales son los de mis abuelos, Francisco y Juan, pero siempre quise llamarme Franco y así me presenté a los quince años, en una reunión de ingreso al Centro de Estudiantes Linqueños. Al poco tiempo hasta mis padres comenzaron a llamarme Franco. A raíz de eso escribí el cuento “El día que elegí mi nombre”, en “El cuaderno blanco de papá”. Me liberé así de la carga de llevar los nombres de mis abuelos y aunque hoy me da orgullo esa herencia sigo siendo Franco. Un nombre es algo muy importante, de algún modo te define y está bueno elegirlo.

Tu primer libro, publicado a tus 27 años, “No temas cuando la visita te salude”. ¿Recordás en qué contexto lo escribiste y qué sentiste al momento de su publicación?

Lo que sentí al publicarlo fue alivio. Ni siquiera alegría. Alivio. Sabía que no era, que no podía ser un gran libro, sino el comienzo de mi escape a la libertad de las oficinas y los horarios y los jefes, porque siempre quise ser un escritor de tiempo completo. Sí me dio alegría la reseña que salió en el suplemento cultural de Clarín, por lo inesperada, en febrero de 1991 y alguna mención en la revista literaria Babel. Aparte de eso, no pasó nada más, pero fue como cruzar el Rubicón.

De tu primer libro de poemas, “El culto de los puentes”, diez de sus poemas fueron musicalizados y cantados en el Salón Dorado del Teatro Colón y en La Scala de San Telmo. ¿Podrías contarme algo de ambas experiencias (la de haber publicado tus primeros poemas y la de haber sido musicalizados)?


Según José Luis Mangieri, mi editor en Libros de Tierra Firme, eran poemas con un tinte religioso, le gustaron y me obligó cariñosamente (yo estaba aterrado) a presentar el libro en Lincoln, a mediados de diciembre. Conoció a mi familia, comió asados, pasó un par de días de felicidad. En el viaje de vuelta me confesó que había pasado el mejor cumpleaños de su vida. Mangieri te tiraba esas cosas y yo decía… “¡Vamos, no te la creo!” “Sí, es mi cumple, nunca lo pasé tan bien”. Era un tipo increíble. Estaba influenciado por mis fervientes lecturas de Castaneda, de Ouspensky, de Gurdjieff y sus discípulos, mi biblioteca esotérica secreta y hace tiempo olvidada, como corresponde, porque a cierta edad tenés que animarte a medir las cosas con tu propia vara. Había un sentimiento de búsqueda, que luego desplacé hacia la prosa y ya no quise insistir con la poesía porque quería contar tantas cosas y además la poesía debe ser austera, tan precisa que es casi imposible escribirla con decoro, hay que entregarse a ella por completo y te obliga a un estilo de vida que no deseaba para mí. Porque deseaba otra cosa: la novela corta, a veces el cuento y por mi forma torrencial de escribir caí en la necesidad de vivir de la literatura, era lo único que me garantizaba no convertirme en un perro rabioso, amén de un empleado incompetente escondido siempre en un rincón para escribir, para leer, sin la posibilidad de un ascenso porque siempre iba a necesitar supervisión de mi jefe, vivía escapándome a las librerías de Corrientes para leer o encontrarme con amigos. En cuanto a la musicalización fue una sorpresa que me dio el pianista y compositor Javier Giménez Noble, que compró un ejemplar del libro en la librería Gandhi, el daba clases en el Centro Cultural San Martin. Mis poemas fueron cantados por la mezzo soprano Marta Blanco. Me acuerdo que el día del estreno me acompañaron, además de mi familia, casi todos mis compañeros de oficina, ya que trabajábamos a doscientos metros del Colón. Casi me pegan después, porque no era música pop, precisamente, las melodías eran extrañas al oído y mis poemas eran extraños también. ¡Pero estaba en el Colón! Y conservo en casa la grabación. Después se repitió en la Scala de San Telmo. Hace un par de días recibí un pedido de autorización de Andrés Dorigo, que hizo un cuadro inspirado en mi poema “Noticia de invierno”. Y a mí me encanta que el libro siga vivo,  a pesar de la mínima distribución que tienen los libros de poesía en general.

Recomendaba Horacio Quiroga “no empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”… ¿Te sucede esto de tener claro, al momento de sentarte a escribir, a dónde vas y a donde querés llegar?

En primer lugar, bien por Quiroga, por muchos de sus cuentos, por su vigencia, pero en cuanto a la preceptiva, cada uno puede hacer la propia. Una autora como Hebe Uhart… ¿qué preceptiva sigue? La que se inventó ella misma. Los empieza como quiere, los termina como quiere, como un día cualquiera, como un pedazo de vida… Hay que buscar una voz, tu propia manera, y leer mucho. Y leer este tipo de consejos con un ojo curioso, por gusto nomás. Muchas veces lo más interesante ocurre cuando estás perdido, o cuando confías en ir descubriendo y un descubrimiento te lleva a otro. Hasta que escribís, nunca se sabe, aprender a controlar esa incertidumbre te puede garantizar el llegar a buen puerto como un capitán que conserva la calma y el pulso en medio de una tormenta. De paso te digo que me resulta candoroso cuando un autor habla en nombre de otros. Cada escritor es diferente, tiene su mundo y sus reglas.  

Asististe a talleres literarios de José Pepe Murillo y de Hebe Uhart, ¿qué aprendiste con y de cada uno de ellos?


Con Pepe conocí a un escritor y su biblioteca, que ocupaba dos paredes del piso al techo. Vivía en un PH grande, de Boedo, era tan mágico avanzar por ese interminable pasillo hasta el fondo; y se abría la puerta y estaba el jardín, el cantero con papiros, la cocina y el living con la gran mesa redonda. Su compañera Olga, su perro, un galgo afgano que se llamaba Leo. En Pepe vi todos los atributos de un escritor de entonces, que había militado mucho, tan orgulloso de sus logros y premios, era evidente su timidez y también un lado enojoso que llegó a erosionar las relaciones con sus alumnos y con mucha gente y que lo fue aislando y que hizo que pasara sus últimos años un poco solo, siempre acompañado por Olga, su gran apoyo. Conocí el delta del Tigre gracias a él y creía que me había enseñado a ser un buen remero, aunque hace un par de años volví a remar y descubrí que no había aprendido tanto, me enredaba en los juncos, un desastre lo mío como remero.
Hebe me influenció mucho más en su escritura, en su modo tan sensato y sencillo de vivir su vida. Ayer me llamó para almorzar el domingo, la relación sigue, yo acabo de escribir un ensayo sobre su libro “Guiando la hiedra”, que saldrá publicado en una antología en breve. Alguna vez me dijo que me iría bien porque yo conocía la intemperie. Entendí perfectamente lo que quiso decirme. Mi propia vida me curtió para esto, a pesar de que vine desde la inocencia, la misma con la que leí a Camus a los trece años y casi muero de la impresión que me produjo “El extranjero”. A los trece años dejé de vivir con mis padres para mudarme al pueblo, a estudiar. Mis padres no tenían la experiencia urbana y yo me perdía seguido, me embarullaba en líos, me faltaba esa cercanía. Pero siempre me consideré bendecido, privilegiado, con una confianza total en que las cosas saldrían bien. ¿De dónde viene eso? A mí me salvó saber que iba a ser escritor, no concebía la vida sin escribir, la literatura era una familia infinita que yo tenía... ¡Y Borges era como mi abuelo! Ya publicaba poemas en las revistas de la escuela y del Centro de Estudiantes, que prácticamente escribía yo solo, desde la editorial, los poemas, las entrevistas…. Mi primera nota sobre un viaje de estudios a Buenos Aires la publiqué a los trece años. Hebe me decía que escribiera más cuentos camperos y sobre todo que no dejara de escribir para adultos. Bueno, ahora estoy en eso, lo que pasa es que descubrí un lugar diferente, inesperado: la novela juvenil. Encajé en eso con la misma alegría con la que aprendí a andar en bicicleta.

Justamente Hebe Uhart, comentó alguna vez que decía a sus alumnos “un relato es como un vestido o una ropa. Puede ser precioso pero no ser para uno” ¿Con qué tipo de relatos y/o generos literarios te hallas cómodamente vestido y cuáles sentís que no podrías llevar puestos?

Más que el género, es la manera de contar, el estilo. Hebe te lleva de la mano, la admiro como escritora, y ¿cuál es su género? Realismo, tal vez, pero a veces se acerca al cuento extraño, porque describe cosas cotidianas como si fuera una extraterrestre de paso por la Tierra y logra ese efecto. No me importan los géneros, sino los escritores. La ciencia ficción me gusta por Úrsula Le Guin, por decir alguien. Bioy Casares me gusta porque podrá haber sido una especie de aristócrata, pero en sus ficciones escribía con delicadeza sobre gente de barrio, incluso hay cosas no tan buenas de Bioy que leo con placer. No me gustan los que creen escribir para lectores “iluminados”, los que provocan diciendo que no les interesa ser entretenidos, como si contar historias no fuera la simiente de la literatura. Alguna vez leí una entrevista a Nicolás Casullo donde sentenciaba severamente: “Yo no escribo para secretarias”. Puro chamuyo, cada cual escribe lo que puede, no hay necesidad de caer en una frase así. Con la arbitrariedad que caracteriza a todo lector, leo a los que empiezan por caerme más simpáticos. Borges, Aira, Castillo. Uhart. Y tantos más, claro. Jorge Accame, los cuentos de María Teresa Andruetto y en poesía cada tanto abro los libros de Leonidas Escudero, el gran sanjuanino con quien nos intercambiamos muchas cartas. Y lo mismo con los extranjeros. Auster. Mucho japonés. Y nunca está de más un regreso a la novela negra, o a Chesterton y todo lo que leo de literatura infantil y juvenil, que es bastante y más ahora que dirijo la colección infantil en Galerna.

Dirigís la colección Galerna Infantil desde el 2013. ¿Cómo va esa nueva responsabilidad? ¿Lo disfrutas?

Disfruto la libertad que tengo para elegir lo que voy a publicar. Lo que a mí me gusta combinado con un público imaginario que tengo en mi cabeza y que no difiere tanto con el real. Siempre necesito el respaldo de un gran editor, como lo es Salvador Biedma, el que me convenció de dirigir la colección y a quien yo admiro mucho. Salvador no está más en Galerna, pero desde ahora me acompaña Verónica Sukaczer, y volví a dormir tranquilo. Verónica tiene una formación impecable y es otra mente brillante, me tocó tenerla de editora un par de veces y me encantó su trabajo. Además, es una amiga, leí todos sus libros menos uno, me encanta como escribe, no puedo pedir más. Es fundamental que un libro salga bien editado, cuidado, que se note el trabajo y la responsabilidad, en este momento de auge y de expansión de la literatura infantil y juvenil. Estoy orgulloso de los libros de Nicolás Schuff, María Laura Dedé, Victoria Bayona, Fabián Sevilla, Hernan Galdames, la propia Verónica. Pronto publicaremos a Patricia Suárez y a Hernán Carbonel. Vamos haciendo esa mixtura entre consagrados, los que se vienen con todo, los que empiezan con un gran libro, como el caso de Hernán Galdames y su novela “Desastre en el supermercado”.

Entrevistaste a Borges a tus 18 años. ¿En qué contexto se dio la entrevista, y que impresiones recogiste de aquella experiencia – inolvidable supongo-?

Había terminado la secundaria en Lincoln y mi hermana María Alicia vivía en Buenos Aires, a pocas cuadras del departamento de Borges. Estaba triste y aburrido porque había perdido contacto con mis amigos, me lo pasaba viajando al campo, a Lincoln, a Buenos Aires, y en ninguna parte me sentía cómodo, todavía no trabajaba ni estudiaba porque esperaba el llamado para hacer la conscripción en la Infantería de Marina, que eran catorce meses. Yo había sido presidente del Centro de  Estudiantes y de repente todo acabó. Hasta sin novia me había quedado, la pucha. Andaba matrereando por el desierto, porque esperaba el llamado de la colimba. Borges, la literatura, como siempre, me proveían de una meta, de un poco de orden. Además, económicamente yo estaba en la ruina, recibía algún que otro pesito de mis viejos, vivía haciendo dedo para ir de un lugar a otro, mis hermanas me ayudaban, han sido buenas conmigo… Borges me recibió como recibía a todos los periodistas que deseaban entrevistarlo, creo que era su forma de conversar, de pasar el tiempo y de hacer literatura oral, también. Pensá que ya tenía ochenta y dos años. Fue muy amable, estuve una hora en su departamento, qué maravilla, si hasta le atendí el teléfono. Era una llamada equivocada, preguntaron por un capitán, un militar. Borges se rió con el equívoco.

Una vez contaste que, en un principio, querías escribir como los autores que admirabas y te salían “cositas sin alma”. Una expresión tan tierna como clara, por cierto. ¿Cómo fue el encuentro con tu voz y tu lugar dentro de la literatura?


Me llevó más de treinta años encontrar esa sustancia en mi escritura, esa voz propia, cierto dominio. Y eso se va puliendo con el tiempo. Visto en retrospectiva, fue como plantarme con fuerza en mi propia tierra, alimentarme de mí mismo.

¿Qué experiencias de tu infancia en el campo se entrelazan con tu experiencia como escritor?

El paisaje, la impresión de lejanías que te da el horizonte, el silencio, los animales, el último en dormirme por las noches, los perros ladrando, los vagabundos chiflados, el susurro del farol, los caballos, saber que de todas maneras yo estaba protegido, aunque a veces me sintiera solo, no estaba realmente solo. Me proyectaba en los libros, me sentía amparado.

Cortázar decía que no hay temas buenos o malos en la literatura, hay temas bien o mal tratados… En tu novela “Algo que domina el mundo”, abordaste distintos temas como la enfermedad de Alzheimer, el alcoholismo, la violencia, la muerte… todo ello con un tratamiento poético impecable… ¿cómo fue tu proceso de trabajo con esta novela?

Fue lo que surgió una tarde, sentado frente al lago del Parque Centenario con la editora Ana Lucía Salgado. Ella se había ido de SM y tenía quince días libres antes de entrar a Norma. Entonces nos juntamos a comer y a recorrer los lugares donde ambienté (las locaciones, digo, como si fuera un director de cine) “La noche del meteorito”, mi novela ganadora del premio El Barco de Vapor, de la cual Ana fue la editora. Conté muchas veces que ella vio un pato meter la cabeza en el agua y dijo “¡Ese pato se va a ahogar!”. Me reí, claro, pero al llegar a casa comencé a escribir “Algo que domina el mundo”, esa frase fue mi ¡Sésamo, ábrete! Sin plan, a puro milagro, escribí noventa páginas en diez días y dejé el archivo un año sin mirarlo. Creo que solté ahí mucho barullo, el Alzheimer que afectaba a mamá, también mi adolescencia, esa parte en la que me sentí medio huérfano, porque mis padres  nunca tuvieron la noción de la vida urbana, sobre todo mi papá era un campesino más bien huraño y mi mamá era como inocente, a ella le gustaba andar, charlar, a veces, solo a veces, se oscurecía y sus ojos se volvían duros…, pero mis papás no tenían idea de la vida práctica en una ciudad, te ibas y dejaban al mando a mis queridas hermanas mayores o a Marcelo, el mayor de los varones, que tenían sus vidas y venía este mocoso a romperle los esquemas. Yo no fui fácil, de santo siempre tuve la cara nada más, ahora que finalmente soy bueno lo puedo decir… Y también descubrí mucho cariño de la gente, incluso de gente a la que en su momento le hice alguna perrería. Siempre me salvó la franqueza, saber pedir disculpas, admitir el error… Ahora que lo pienso, el día que murió mi madre, en el momento exacto en que me dieron la noticia, yo estaba, también, con Ana Lucia. El 6 de Mayo del 2010. Y la que me dio la noticia fue mi hermana Vilma, por teléfono… Vilma, un personaje central en “Algo que domina el mundo”. A raíz de ese momento revelador en que te das cuenta que se fue del mundo la que te trajo al mundo, ufff… no tardé en escribir la escena de la muerte de la madre de Merlín en mi novela “Merlín, el mago de los reyes”. Escribir es mi forma de traducirme la vida, que a veces nos habla en un lenguaje tan difícil de leer… Admito que esta última frase viene influenciada por la reciente lectura de “Escrito en las olas”, un cuentazo de Sebastián Vargas en la antología de SM “Diez en un barco”, con los primeros diez ganadores de El Barco de Vapor, edición argentina. Ahí están Bodoc, Laura Escudero, Paula Bombara, Florencia Gattari…

Dedicaste algunos de tus escritos al trabajo con la memoria: Algo que domina el mundo, La isla de las mil vidas, “Nunca estuve en la guerra” en un trabajo con la memoria propia y ajena de algún modo incluyendo una temática que está en la memoria histórica -colectiva de todos los Argentinos, incluso en “El cuaderno blanco de papá” está la memoria emotiva, los recuerdos de tu infancia. ¿Qué significa para vos el trabajo con la memoria, en sus distintas variantes, en las distintas obras?

En el tiempo indicado, la muerte es liberación de esa memoria a la que estamos atados. Pero si en vida perdiéramos la memoria… ¿qué vida sería esa vida?...Perdemos ese poder que nos da la dimensión del tiempo, del camino recorrido, de la experiencia; así la memoria es vida y la vida es memoria. La memoria es conciencia, identidad, idea de medida, criterio… En “La isla de las mil vidas”, a pesar de su fin tenebroso, hay una luz. Los personajes, un joven matrimonio, vuelven a quererse aunque los vampiros de recuerdos los hayan vaciado, como si la empatía se mantuviera más allá de la memoria. Siempre me pregunto si somos algo más que una mera colección de recuerdos… En “El cuaderno blanco…” trabajé con la memoria familiar y sentí que cerraba un ciclo. Cumplí con mi tribu, con mi gente. Es un libro algo perdido porque está en una editorial muy pequeña, pero está y algún día será reeditado en una colección que le permita otro recorrido, pero lo leyeron quienes más quería que lo leyeran, en mis pueblitos. En El Dorado, en Carlos Salas, en Lincoln, en Chacabuco. Es para ellos, en principio. El registro de una época y de una épica, el trabajo en los campos, los chicos que se mudan a los pueblos y luego a Buenos Aires, los que quedan, la magia de ir a El Dorado o Carlos Salas y que te reciban como si fueras un conocido de siempre porque te leyeron. Siento que cada tanto tengo que volver de mis correrías por otras partes, volver a mi fuente, volver a recordar de donde vine… Y la literatura es una máquina que te lleva a todas partes, de ahí que es bueno saber volver cada tanto para no perder el sustento, la fertilidad de tu tierra. Es uno de mis trucos. Dejamos mucha energía en la infancia así que vuelvo a tomar un poco.

En la novela “Nunca estuve en la guerra”, contextuada en la posguerra de Malvinas, un adolescente destinado a cumplir el servicio militar en la Base Naval de Puerto Belgrano, asignado como enfermero reflexiona: “Yo no conocía nada de la guerra, nada del mundo. Apenas pisé la tierra de Malvinas, porque estuvimos casi todo el tiempo en el agua, atendiendo a los heridos, por eso ya no podemos ser igual que antes”… Teniendo en cuenta tu propia experiencia de conscripto en el año 1982, escribir esta novela, ¿fue un modo de inscribir finalmente aquella diferencia, ese pasar a ser Otro a partir de las vivencias que marcan para siempre? ¿Fue un modo de mitigar el dolor propio y ajeno?

 Y no, no se puede ser igual que antes, la guerra te cambia, no hay modo de que no te modifique tu visión, es el salvajismo en estado puro, el gran salvajismo de la civilización, festejar porque tiraste una bomba y mataste gente…La novela fue un modo de merodear, rondar y finalmente entrar en el dolor, porque siempre intentamos irnos del dolor, nos hacemos los tontos, los distraídos y la guerra es algo tan difícil de contar… Yo había vivido una época terrible en la Base Naval. Fue un choque con la realidad, porque previamente había idealizado la guerra y quería ir a las islas dispuesto a convertirme en un héroe, tonto de mí. Al ver los estragos en los cuerpos y las mentes de los soldados, caí en la realidad, fue duro, me quise ir de la Base, quería irme pero no pude. Catorce meses no pude, hasta la baja, en octubre de 1983. Y después estuve tan ocupado en salir adelante, en adaptarme a Buenos Aires, que simplemente cerré esas habitaciones y las volví a abrir a los cuarenta y pico, casi treinta años después, solo porque mi vida estuvo en peligro por una pancreatitis y me internaron de urgencia en un Hospital Militar, algo muy loco, pero real, porque no sé, no habría camas en otros lugares…Y después de nueve días de estar muy mal, nueve días donde recuperé la capacidad de llorar, que no es poco… porque lloraba de dolor, ni de pena ni de nada, me curabas el dolor y yo bailaba en una pata. A una enfermera que me dio un combo de calmantes fuera de protocolo llegué a proponerle casamiento... pero me dijo que ya estaba casada…¡y yo también! En ese momento se convirtió en el amor de mi vida, yo estaba mirando a la Meca, arrodillado de dolor… Descubrí que el hecho de vivir sin dolor físico ya amerita alegría, sonrisas… Y caminar, por Dios, caminar es la cumbre de la felicidad después de estar atado a máquinas por más de dos semanas. Recuerdo mi pancreatitis con alegría, no así mis hijas, no así Mechi, no así nadie, porque ellas se asustaron por mí, pero yo sí, con alegría: porque dolió y pasó y lo soporté, porque lloré, porque descubrí que tendemos a perder el gusto de estar vivos y que incluso en la enfermedad, si calmamos el dolor, la alegría se queda cerca, para volver a la primera excusa… En cuanto se fue el dolor, pedí un cuaderno y empecé a imaginar esta novela porque comprendí que podía morirme sin escribirla. Y ¿sabés? No tenía miedo de morir. No me gustó nada el dolor y no me gustó esa chance de no poder vivir tantas cosas que quiero vivir. Ahora, semanas después de todo esto, viene Jorgelina Nuñez, y me invita a participar de la flamante colección Reloj de Arena, en Atlántida, y a elegir un tema histórico. Malvinas, dije. Sincronías.

¿Qué sentís al momento de terminar tus historias, justo allí donde tenés que soltar la mano de esos personajes que creaste y acompañaste hasta el final?


Me quedo livianito, con ganas de salir a hacer cosas sencillas que venía postergando. Comprar algo para la casa, o ropa, perder el tiempo, que es una actividad donde suelen ocurrir cosas interesantes, o llamar a un amigo para encontrarnos. Aprendí a no quedarme pegado a mis personajes, a la historia. No, para nada. Hoy puse punto final y en un rato estoy en el cine, disfrutando los personajes de otros, sin ningún mal de conciencia ni obsesión alguna. Es saludable si tu plan es escribir el resto de tu vida. No conviene dramatizar, porque no podés vivir en el drama permanente.

Recibiste muchas distinciones por tu trabajo, incluso ganaste el Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor” con tu novela "La noche del meteorito"¿Qué significaron los distintos reconocimientos para vos?


Siempre agradezco el hecho de tener lectores, ese es el premio principal, si no hay lectores, “el pulpo está crudo”, cito a Pescetti. Porque un premio dado por especialistas no me parece tan difícil como tener un lector genuino, más que un premio es magia, te hacen sentir a vos un poco ficción, ese lector que viene con tus propios libros apilados uno encima de otro, para que se los firmes en una feria, en una escuela... Y después, valoro el premio de SM, porque aceleró algunas cosas para mí, me dio confianza, es un premio que ha ido ganando prestigio, como te dije antes, y está respaldado por una colección consagrada. Hay que apoyarlo, no abundan. Nunca olvidaré la intensidad de todo lo que sentí cuando me anunciaron ganador. Fue el premio perfecto, en el momento justo, en el lugar preciso, a la hora señalada, con libro, cheque, fiesta. Gracias, gracias, son todos divinos, amor y paz mundial.

Franco Vaccarini, gracias por esta entrevista que me brinda la continuidad del placer, el de seguir leyéndote.-

 Ivanna Rosselli.-

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Acerca de Franco Vaccarini:


Franco Vaccarini nació en Lincoln en 1963. Se radicó en Buenos Aires a los 20 años. Allí estudió periodismo, asistió a telleres literarios de los escritores José Murillo y Hebe Uhart y colaboró con diversas revistas literarias. Desde “Ganas de tener miedo” (2001), su primer libro para chicos, publicó más de cuarenta obras.
En 2006 obtuvo el premio “El Barco de Vapor” con su novela “La noche del meteorito”. 
Desde 2013 dirige la Colección “Galerna Infantil”, de la editorial “Galerna”.


Premios y distinciones:

  • Mención de Honor del Fondo Nacional de las Artes por su libro El culto de los puentes (Buenos Aires, 1997). Además, diez de los poemas del libro fueron musicalizados por el compositor Javier Giménez Noble y cantados por la mezzosoprano Marta Blanco en el Salón Dorado del Teatro Colón (Buenos Aires, 1999).
  • Su libro de poesía La cura fue seleccionado en el evento Buenos Aires No Duerme 98 (Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 1998).
  • Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor” Argentina por su novela La noche del meteorito (Buenos Aires, Ediciones SM, 2006).
  • La katana perdida, novela en coautoría con Ángeles Durini, Mario Méndez y Graciela Repún, fue Finalista del Premio de Literatura Infantil “El Barco de Vapor” Argentina 2010.
  • Sus libros El misterio del Holandés Errante, Los crímenes del mago InfiernoLos socios del Club de Pescadores, fueron seleccionados —para integrar las “bibliotecas personales” de alumnos de escuelas públicas— por el Programa 3 x 1 “Leer para crecer” del Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Buenos Aires, 2008, 2011 y 2012, respectivamente).

Para acceder a otras lecturas del autor, y conocer sus publicaciones les dejo el enlace a la Revista Imaginaria - la recomendada de la casa, como siempre -: http://www.imaginaria.com.ar/2012/09/franco-vaccarini/
Sugiero la lectura de su autobiografía, publicada en dicho enlace.-

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